jueves, 1 de septiembre de 2016

El Cordonazo de San Francisco (ocurrió en el desaparecido templo de San Luis Rey de Francia o del Tercer Orden)

En el complejo franciscano que se encontraba asentado en la virreinal ciudad de Valladolid, hoy Morelia, aparte del templo dedicado a San Francisco de Asís, fundador de tan sublime orden, se encontraba construido otro templo dedicado a San Luis Rey de Francia que era mejor conocido entre los antiguos pobladores como la Tercera Orden, bien sabido es para los morelianos actuales que este majestuoso templo desapareció como resultado de las Leyes de Reforma, pero, ¿qué maldición desencadenó la destrucción de este templo?, y, ¿quién pagó las consecuencias de tan terrible hecho?...a continuación la respuesta.

En Morelia, del Templo de la Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís, joya de arte y relicario histórico, no queda ya ni el polvo. Situado en un ángulo del cementerio del antiquísimo templo de los frailes franciscanos, se erguía con su torre afiligrana y su cúpula revestida de azulejos. En su recinto al pie de uno de los altares colaterales, estuvieron sepultados los restos mortales del señor cura don Mariano Matamoros, héroe de la independencia de México, bastando esto sólo para haberlo conservado intacto, como un homenaje y como un recuerdo amoroso.

Pintura de Mariano de Jesús Torres, la cúpula y torre alta
corresponden al Templo del Tercer Orden

El cementerio era muy pintoresco y melancólico. Una gruesa tapia coronada a lo largo de arcos invertidos y manchada de musgo merced a la acción de la humedad y de los años, lo cerraba por sus costados. Por encima sobresalían las copas de los olivos, de los fresnos y de los cipreses, que entrelazando sus ramajes daban misteriosa sombra a los sepulcros y a las capillas del Vía Crucis que por dentro corrían en torno del cementerio.
En medio de la arboleda, sobre tres o cuatro gradas de mohosa cantería, entre cuyas junturas crece esa menuda hierba sin nombre que decora los edificios antiguos, se alzaba el cilíndrico pedestal que sostenía una cruz que entre los brazos tenía una fecha remota.
Por el poniente daba acceso al cementerio un portón de hierro forjado, mostrando en la parte de arriba el escudo de la orden, en cuya labor tejió un encaje de Bruselas el herrero que lo construyera. Servía de fondo la fachada del templo grande, con su puerta de marquetería, su ventanal con el escudo franciscano consistente en una cruz sobre la cual se cruzan dos brazos, habiendo por debajo tres clavos en forma de abanico. Entre la puerta y el ventanal adornados con pilastras, columnas, cornisas, flores y conchas, se destaca la fecha de 1610. Fecha sugestiva, tres veces secular llena de encanto como todo lo que resiste a la acción destructora del alado viejo de la guadaña. Un coronel discurrió que el cementerio de San Francisco servía para mercado y que el templo de la Orden Tercera de San Francisco estorbaba, y sin más ni más, acabó con ello de la noche a la mañana. En cuanto la impía ruina cernió sus negros aletones sobre aquellos edificios seculares, cayeron los muros, las pilastras, los capiteles; se vio el cielo a través de las bóvedas clareadas; surgieron montones de escombros donde se confundían las mesas de altares y sillones destrozados, cabezas de vírgenes y atriles chapados de carey y hueso con figuras mudéjares, angelones sin alas y balaustres de barandillas de rosas, molduras de cornisas y tubos de órgano, azulejos de Talavera de la Reina y fragmentos de loza de Puebla, el tornavoz debajo de la copa del púlpito tallado con primor exquisito.

Dio una zancada el tiempo y el famoso mercado dormía el sueño del olvido. Por doquier crecían la maleza y los zarzales; el jaramago, la yedra y las trompetillas de varios colores poblaban los agujeros, las grietas y las asperezas; las lianas trepaban agarrándose a las piedras de los muros y a las cornisas. La lagartija de ancha y triangular cabeza corría por entre los escombros mirando con sus ojos redondos y vivos.
La fantasía popular no tardó en fingir las más extravagantes consejas. Por la noche la gente, dadas las oraciones del Ánimas, no quería atravesar por las ruinas; porque al tocar los campanarios los toques plañideros de las ocho y aún antes, se oían lamentos, como cuando el viento gime entre las ramas de los árboles; se adivinaban sombras ambulantes como frailes salidos de sus tumbas; voces frías como si se alzaran de las losas de los sepulcros, apagadas en aquel mar de escombros, les daba un tinte de pavor y de tristeza. Si el viento agitaba la fronda, aparecían en el suelo desigual luces movedizas que animaban el paisaje.
El ronco reclamo del búho en las altas horas de la noche, retumbando de eco en eco, amedrentaba el ánimo y lo disponía para crear alucinaciones y fantasmas.
Por aquel entonces había un cantinero solemne con más barriga que una calabaza, con más mofletes que un tomate de California y con más cabellos que la palma de la mano. Usaba constantemente quevedos obscuros y un birrete de terciopelo rojo bordado en oro con que cubría su venerable calva. En su tienda o mejor su trastienda, se reunían noche a noche el coronel con tres o cuatro camaradas a charlar y echarse entre pecho y espalda copas de rubia carmelitana, no escaseando también los alburazos; de modo que a la una o dos de la mañana que se disolvía la reunión, salían tambaleándose con dirección a sus casas. El célebre coronel atravesaba siempre por entre las ruinas para acortar el camino y llegar cuanto antes a su ama, donde roncaba como las contras de un órgano viejo, exhalando así los vapores de la rubia carmelitana.
Una noche había cerrado obscura y amenazante, apiñándose negras nubes en las vecinas montañas del Rincón y del Punhuato. Vientos de tormentas azotaban con su látigo las tinieblas. Relámpagos cobrizos inflamaban sin interrupción los senos de los nimbos. Truenos colosales conmovían terriblemente la atmósfera. Gruesas gotas, casi chorros, empapaban la tierra reseca y tostada por los largos calores estivales. Las calles parecían ríos desbordados. El coronel y su amable compañía resolvieron no salir de la trastienda, en tanto que se alejase la tempestad a fin de no coger cuando menos un catarro.
Sonó el reloj de la catedral a las dos de la mañana. El trueno se apartaba poco a poco. Una llovizna quedaba tan sólo, acompañada de un frío y húmedo vientecillo que calaba hasta los huesos. Había granizado. Furtivos rayos de luna se filtraban por entre las nubes, abrillantando los manchones de granizo. Los parranderos, arropándose lo mejor que pudieron con sus capas españolas, se lanzaron a la calle. El coronel siguió el acostumbrado camino de las ruinas que en esos momentos estaban intransitables, para otro que no fuese él. Iba cruzando el cementerio cuando le llamó la atención el chirriar de las puertas del templo de San Francisco, que se abría girando sobre sus goznes enmohecidos. Una insólita claridad irradiaba del interior del templo como si fuese presa de la llamas. Notas perdidas de un concierto y murmullos de rezos en conjuntos corales de voces gangosas y profundas, brotaban del santuario.
A fin apareció una procesión de hermanos terceros con sus sayales azules ceñidos de cuerdas blancas. Marchaban de dos en dos con cirios encendidos en las manos. Sus caras demacradas y amarillas revelaban antigüedad remota. Al cabo de la procesión aparecía un fraile nimbado de luz albeante, de andar grave y majestuoso. Sus ojos centellaban como dos soles. De sus manos, de sus pies y de su costado brotaban rayos de luz apacible y serena como si estuviesen guarnecidos de brillantes.


Entonces el coronel, perdida la embriaguez, se había arrodillado como fuera de sí, embobado, estupefacto. Vio que al llegar los Terceros adonde él estaba, le apagaron uno a uno las velas sobre la espalda; mas al llegar el fraile de semblante glorioso, se detuvo, asumió aire de majestad empuñando el cordón blanco y grueso con que iba ceñido y le azotó con él al mismo tiempo que exclamaba !Lo hago por tu bien! El coronel quiso llorar y las lágrimas se negaron a salir de sus ojos; quiso hablar y la voz se ahogó en su garganta; intentó pedir perdón pero antes que su mano golpease el pecho, cayó sin sentido entre los mojados escombros.
La alborada era de un día azul. Febo rubicundo lanzó sus primeras miradas alegres y risueñas, envolviendo el espacio en una telaraña de oro. Los pájaros que gorjeaban en la arboleda, soltaron a la postre sus melodiosos cantos. El coronel despertó pero no volvió en sí porque estaba. . . ¡loco!.
Posteriormente discurría por las calles de Morelia con su sombrero de anchas alas en la mano, deteniendo a sus amigos para decirles:
-"¿Me conocéis? Yo soy el coronel.  Miradme bien que yo soy aquel a quien san Francisco dio un cordonazo", y en seguida se marchaba sin despedirse.


Del coronel al que este relato hace referencia he podido averiguar el nombre, según Mariano de Jesús Torres, fueron dos hombres quienes no descansaron hasta lograr su cometido, la destrucción de tan hermoso sitio, uno de ellos fue el Coronel José Dolores Vargas quien fungió como Prefecto de Morelia en ese tiempo y el otro el Doctor González Ureña, este último Presidente del Ayuntamiento, los cuales ¡acabaron locos!, y es aquí cuando el vulgo tomó ocasión para decir que había sido castigo de Dios. Juzgue usted mismo si esto fue una simple coincidencia, o castigo de Dios por tan terrible sacrilegio....y aventurese a caminar por la zona en la tranquila noche, esperando no encontrarse con el loco coronel y le diga:

-"!Yo soy aquel.....a quien San Francisco le dio un cordonazo...!"

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